Declaración sobre los poetas de rincón.



El entusiasmo, ineludible,
lleva el baile a los anaqueles más altos.
Un rumor de hojas
- releídas, porfiadas hasta la rabia - 
se pegan como moscas a la perorata.

Predica la boca hueca.
Huye el último dios que nos va quedando
y comienza la farsa su calentura yerma.
La vida muerta se anima.
El salón destapa su vacío.

Se vierten los sonámbulos,
los de cara occisa,
los de aura gris piedra.
Sus zapatos van cargados de penurias
arrastrando una historia fallida.

Visten aura de vampiro.
Son rapiñas de las rutas sagradas,
asaltantes de camino,
traductores del polvo que levantan 
en su transitar a través de las palabras ajenas.

Sus babas nos mojan los tímpanos.
Dirigen coros con la lengua,
escupen, ladran y bufan,
mastican versos sobre las tumbas,
exhuman onomásticos y obituarios.

Convocan lascivas amistades.
Todos quieren ser putas en la fiesta.
Manosean cada letra de los epitafios
y las ahogan en tinta, las dan como dádivas,
se complacen los unos con los otros.

Por allá grita el vil patriarca,
pusilánime, humillador de flores,
carnicero del gesto tierno,
precoz en la rabia,
ansioso e impotente en el beso.

Por acá suspiran los obvios,
llorones y lastimeros,
los de alma de piedra convidada,
dobladores de rodillas,
predicadores de la hipocondría.

El ritual es parodia triste,
copa medio vacía y trizada,
quejosa ponencia de ebrio,
vanidad y ornamento,
una súplica, un placebo, un mendigar luz.

Gustan de erguirse, lujuriosos, al cielo
en trampolines de colores,
pero caen al primer carraspeo.
Eyaculan sobre si mismos,
manchando su reflejo en el parquet.

Se precipitan abriendo grietas
y llevan en su inercia desbocada
a las almas nuevas, tadavía humanas,
libertinas y utópicas
de los que aún están en la orilla del mundo.

Engañosa huída.
Viaje a la tierra estéril.
Inviable vuelo de rocas.
Cacería desatada de adulaciones.
Frustrado navegante, faro de idólatras... soledad.

El pecho se les hace bolsa
como un gran saco que se raja
y percola su contenido de larvas
en la palangana que les cuelga
de la mucilaginosa desmemoria.

¡Qué salón de juegos tan vasto!
Inocua niñería, fósil desliz,
cofradía patética;
no da para nube, menos para estrella,
se cae en los hoyos celestes.

Naufraga todo desempeño.
Acechan las drogas duras
que esperan voraces las pausas.
Ya no son alguien, son nadie
y se duermen en los rincones.

Y ahí se quedan.
¡No quieren! ¡No pueden! ¡No saben!
Solo conocen de rincones,
donde se juntan los fantasmas
de todos los fantasmas.

Poetas de los rincones:
¿Acaso no seremos más sabios
en el retorno al silencio,
al sol de la hora primera
donde se fragua la imagen y su palabra?

¿O cuando recogemos los juguetes esparcidos,
en la fiesta ermitaña
y guardamos todos los fetiches
que poco y nada sirven a la risa,
al llanto, al gesto fraternal, al consuelo?

¿Qué buscan en los espejos sino reflejos,
una luz fría de vanidad
de amor recreado,
una imagen de madre-golem
mitológica y polvorienta?

¿Qué nos queda
sino lanzarnos a la ternura,
la que susurra bajo las cáscaras?
¿O entregarse a un sol infantil
que nos muestre al mundo esencial?

No los conmueve el niño,
tampoco el hombre de tres ojos,
menos aún la mujer voladora.
No ven la poesía en las palabras
y el árbol invisible lo omiten.

No saben amar la hora cariñosa
del paisaje y sus mimos,
la tibieza justa, la purga de la lluvia,
la voz tímida de una luz semiamarilla
o un renacer, un morir, un solsticio de sangre.

La trampa se la pone uno.
Agujero negro, cazabobos,
ombligo hambriento.
La vida puede ser muerte imperfecta
y el dolor el ángulo agudo de un rincón.

¡Oigan, ustedes, poetas!
No me busquen en sus mapas:
vivo en territorio sísmico e impredecible.
No quiero esa reunión de soledades
que a la hora del cóctel llaman amistad.

Veámonos como seres vivos.
Hablemos el lenguaje de las células,
magnético, sinérgico y amistoso,
sin claves de laboratorio
y quitémonos el rótulo de la frente.

Por favor, no me digan “compañero”,
no me llamen “maestro”,
no me abran las puertas de sus precipicios
ni la vitrina de sus aulas;
no me arrinconen al nicho polvoriento.

He visto los matices de su espectro,
sus musas de anaquel
y el destilar envidioso que los enferma;
he visto el tisón en sus cuerpos
y también la marea roja en sus ojos.

No quiero absorber la pena
del desamparo posible
de aquellos que se quedaron a morir
encerrados en el espejo,
o en el vértice seguro de una esquina.

Perdón. Ya no sigo más.
Las palabras han herido suficiente.
La idea acorralada por la pluma
acomete como daga borracha, cegada
y se hace abusiva hasta el borde de la culpa.

Encauzo ahora este impulso de vísceras
más allá de mí mismo, o más acá.
Me convierto en vertiente caediza
para hablar de mí, o de mi otro yo
y dejarles mi confesión…

Nacimos iguales
pero no soy como ustedes;
nos llaman distintas muertes.
Hace siglos que no busco apretarme en los rincones
y rehuyo de las guaridas.

Voy lento por el espacio y aprendo rápido.
Las guerras no me enaltece ganarlas,
suelo cavar trincheras, soy bueno para resistir.
Me sé criatura débil
pero amada en todos mis frentes.

Las estaciones migran por mí como aves.
A veces soy la hoja bamboleante,
otras el árbol o una rama,
también raíz o fruto o semilla.
¡Imagino que en mi pecho late el mundo!

Soy de la casa cálida, del hogar abierto,
de la luz de los encuentros,
ese que ama el territorio de las islas
y sabe de su aprehensión por tierra firme.
Espero sentado los cataclismos.

Soy el que ama el baile del amante,
besar con las manos,
el toque cauto,
sembrar en regazo amable,
y soñar la muerte en almohada de hombros.

Quiero compartir el pan
y con mis brazos amasar un mundo,
oír hablar al fogón, esperar el beso del verso
y seguir siendo un rumor de hojas
en mi emboscadura vegetal.





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